El salto atrás Inédito (Circa 1988)

Un ejército de maquinillas de afeitar empieza a surgir de los lugares más recónditos, enarbolando las popularísimas fotografías del señor Gillette en los paqueticos de hojillas; las brochas se dan clavados en los tarros rebozantes de crema mentolada; en rápida sucesión hacen mutis el papel sanitario de segunda, de tercera y de cuarta y el de periódico. Paralizadas por la indecisión quedan las tusas y en última instancia las insidiosas piedras, cuyo porte puede convertir a un tranquilo ciudadano en procura de dar alivio a sus entrañas en un agitador a punto de hacer público su parecer.


Llenos de jolgorio, la cañabrava y el barro anuncian su reconciliación y que de nuevo juntos están dispuestos a procrear todo el bahareque que les demanden los altos intereses de la patria; escapando a su prisión de telarañas, las maquinitas de hacer capelladas empiezan a vomitar punteras y talones al alcance de todos los pies; los fluxes empiezan a voltearse como medias; las medias quedan reducidas a bajas; en todas partes se ve el zurcido invisible; postmodernas caravanas de sonrientes carros viejos flanqueados por bicicletas, igualmente alegres; los molinos de mano invaden las cocinas saqueando hasta el último grano de maíz cocido o café tostado, pulverizándolos lujuriosamente entre sus quijadas; amorosamente ramas,  hierbas y raíces reciben en sus brazos la mengua del enfermo; millares de huecos callejeros adoquinados de mediasuelas se sacan unos cartones doblados; antiguas y nuevas casas de vecindad olfatean el piso, desesperadamente, tras la huella de matrimonios solos, bueno, está bien, con niños; o de señoritas serias o caballeros de orden; cántaros de pura leche fresca, bueno, con un poquita de agua, deambulan trasnochados vendiéndose al mejor postor; el espectro de una locha se ríe a carcajadas de un fuerte; diez  bateas, cien, mil, cien mil. acosan, señalan, abuchean a las aterrorizadas lavadoras que se quedan frías; millones de liliputienses ganchos de ropa inmovilizan con cuerdas a una enorme secadora durmiente; las vidrieras son feraz tierra para que se abonen los apartados y se cosechen cuando estén totalmente pagados; maravillosos artilugios para extraer jugo de limón o de naranja, trocar una papa en tornillo o moldear una fritanga brotan a cada metro del pavimento, trepando por las piernas de un inseguro atril ambulante, mostrando, sin rubor, todas sus habilidades; proliferan los templos y predicadores independientes extendiendo el agiotismo como fe del que puede y resignación del que no puede; las calles son negras, los saldos son rojos; pretendimos en unas pocas generaciones deslastrarnos de la pobreza congénita que arrastra la parentela latina; desde nuestro níveo abolengo de riqueza dimos a la luz un presente negro.

 

José de Ur

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